Ganancias: falsa política de redistribución
El debate sobre el impuesto a las Ganancias ha puesto en crisis el falso progresismo del relato oficial y muestra la fragilidad de un modelo cuya política de redistribución se limitó a transferir recursos de los sectores medios y medios bajos hacia los más vulnerables , mientras se vieron favorecidos los grupos concentrados de la economía y los empresarios amigo.
Por eso la flaqueza de las razones que ensayan los voceros del
Gobierno nacional y las contradicciones en las que incurren para
intentar deslegitimar un reclamo que dejó de ser exclusivo de la CGT
para alcanzar a vastos sectores de la sociedad.
Suelen esgrimir que este tributo, tal como está planteado, es
progresivo porque los trabajadores que lo pagan tienen un salario que
está por encima del ingreso promedio de tres mil doscientos pesos que
perciben las personas ocupadas, formal e informalmente. De esta manera,
se oculta que en la Argentina de hoy tal ingreso resulta insuficiente para atender las necesidades más básicas de una familia tipo y está muy lejos de poder considerarse potentado a quien cuenta con una remuneración que no alcanza los ocho mil pesos.
Sostienen también, que hay que ser extremadamente cautos en un
aumento del mínimo no imponible que podría traer aparejado el
desfinanciamiento del Estado Nacional. En vez de pedirles prudencia a
los asalariados, deberíamos estar discutiendo cómo llevar adelante una reforma integral
que incluya la modificación de los parámetros del impuesto a las
Ganancias, eleve el piso tributario y -tal como lo propuso el FAP en su
plataforma electoral- grave las rentas financieras y las ganancias
extraordinarias que permanecen exentas.
Para descalificar la protesta, también se ha alimentado el fantasma
desestabilizador y se ha hablado hasta el cansancio de la existencia de
supuestas conspiraciones. Más allá de la intencionalidad política que
pueda mover a alguno de los protagonistas del conflicto, es un argumento
que -tantas veces repetido- se ha vuelto inútil a la hora de tapar un
malhumor social que tiene sustento en la realidad y que demanda una
clara política de diálogo.
Y así llegamos al absurdo que nadie tiene credenciales suficientes
para alzar su voz contra este Gobierno nacional. Los sindicalistas, por
burócratas. Las organizaciones sociales, por marginales. La oposición,
por oportunista. El campo, por oligarca. Los caceroleros, por
representar a la egoísta clase media porteña.
Que el país esté mejor que en el 2001 o que se hayan creado puestos
de trabajo producto del derrame no es motivo para que la Presidenta de
la Nación le exija gratitud al pueblo argentino.
Trabajar es un derecho constitucional y no una dádiva o un privilegio por el que haya que pagar, como pretenden los defensores de este modelo.
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